Hagamos de la prudencia una obligación

Alicia Huerta
Abogada y escritora

Una madre y su hijo de siete años caminan de la mano por la calle de regreso a casa después del colegio. Es una tarde ventosa de otoño, aún no hace frío pero las hojas secas forman remolinos en las aceras e, instintivamente, los peatones procuran caminar al amparo de las fachadas de los edificios. La madre y su pequeño, también. De pronto ella pierde el contacto con la mano del niño, al tiempo que un golpe en la cabeza le hace caer al suelo. No llega a perder el conocimiento, pero su propio aturdimiento y una nube de polvo le impiden ver qué ha ocurrido y, sobre todo, dónde está el niño. Grita su nombre sin obtener respuesta, gatea tanteando con ambas manos el pavimento, buscándolo con desesperación. La oscuridad no tarda en disiparse más de unos segundos y escucha, por primera vez, voces extrañas a su alrededor que intentan en vano tranquilizarla. La ambulancia, repiten, está de camino. Por fin, ve a su hijo tendido sobre la acera, detrás de ella, a menos de dos metros de distancia. Sin lograr ponerse en pie se arrastra hacia él hasta que unos brazos tratan de impedirle que lo toque. «Es mejor que no lo mueva», advierte a su alrededor el coro de voces desconocidas. Ella grita furiosa y una vez liberada de esos brazos sin rostro, descubre la tragedia… 

Con este relato real, uno de tantos de los que él se ocupaba, Jesús Marina Martínez-Pardo, Magistrado de la sala primera del Tribunal Supremo, miembro de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y Gran Cruz de la Orden de San Raimundo de Peñafort, daba inició a la primera clase de su asignatura en el Máster en Asesoría Jurídica del IE que cursé tras terminar la facultad. Tras su escalofriante e inesperada exposición de los hechos – no creo que hubiéramos tenido antes una “presentación” así en clase -, el profesor lanzó una pregunta a los veinteañeros recién licenciados que ocupábamos el aula: ¿Cuánto vale ese niño? ¿Cómo se cuantifica materialmente el sufrimiento de sus padres, abuelos y hermanos? ¿Las secuelas físicas y emocionales con las que esa madre tendrá que vivir el resto de sus días? Creo recordar, pero pueden corregirme mis compañeros de promoción, que al principio reinó un silencio absoluto. Personalmente, pensé que lo valía todo y, a la vez, nada. Todo en términos absolutos; nada, porque a ese niño no se le podía devolver la vida, lo único que realmente importaba. 

Sin embargo, procedió a explicarnos el magistrado, casos como ese con sus respectivas y trágicas variantes acababan en más ocasiones de las que querríamos pensar en su escritorio. Y él sí tenía la obligación de poner un precio para resarcir a las víctimas del suceso. Que el “asunto” hubiera llegado a casación suponía que durante el previo recorrido judicial, las partes no habían llegado a un acuerdo y que alguna de ellas, o ambas, no estaban conformes con las sentencias dictadas en instancias inferiores. En su sala se diría la última palabra. Aquello marcó en buena parte mi vida profesional. Acababa de descubrir la RC, responsabilidad civil, en una época en la que ni siquiera existía el actual baremo que “cuantifica” con la “distancia” indispensable el precio, sí el precio, de lesiones, muertes, secuelas, incapacidades temporales o permanentes, a veces absolutas, que años después entró en vigor. No obstante, el baremo fue concebido en el marco de los accidentes de tráfico donde, por otra parte, reina como regla general la denominada “responsabilidad objetiva”: solo por el hecho de sentarse detrás del volante de un vehículo y circular, el conductor, en caso de accidente con daños a las personas, solo quedará exonerado (en parte) si prueba que los daños fueron causados por la culpa del perjudicado o fuerza mayor extraña a la conducción o al funcionamiento del vehículo. A lo máximo que puede “aspirar” es a una poco frecuente, pero posible, “concurrencia de culpas”. 

Este baremo, con sus correspondientes enmiendas y modificaciones, empezó a servir, al menos, como referente a la hora de cuantificar el resarcimiento económico a las víctimas de otro tipo de sucesos como el referido al principio. Es decir, a todos los casos de RC, entendida como la obligación que tiene toda persona de reparar los daños y perjuicios que cause en la persona o el patrimonio de otra. Con la precisión de que el hecho de que determinados actos u omisiones ilícitos conlleven responsabilidad penal, no significa que no la haya también, y es lo habitual, de carácter civil. Volviendo al ejemplo del profesor Marina, al trágico final del breve y anodino trayecto que tantas veces habían realizado madre e hijo. ¿Qué golpeó mortalmente al niño lesionando a la madre? ¿De dónde y por qué motivo se había desprendido?  Una vez establecido que no se trató de una acción deliberada, la responsabilidad civil exige la concurrencia de la relación de causalidad. Es necesario que entre la acción u omisión de quien provoca el daño y la propia lesión exista un nexo causal. Así, nadie tiene por qué responder de daños fortuitos (salvo que su deber sea evitarlos) o de aquellos por completo imprevisibles o inevitables. Y no es ninguna de las dos cosas que la jardinera de terracota colocada en el balcón de un sexto piso sin el debido anclaje, se precipite sobre la vía pública causando daños irreparables a los peatones, en este caso un niño acompañado de su madre. 

Determinada, por tanto, la concurrencia de responsabilidad civil, el responsable, en este caso la pareja que vivía en esa vivienda, debe restituir el bien lesionado o reparar el daño causado. Cuando la restitución o reparación sean imposibles, aquí claramente lo son, entra en juego la indemnización y hay que tener presente que en nuestro ordenamiento jurídico rige el principio de la responsabilidad patrimonial universal: todo el patrimonio, actual o futuro, del civilmente responsable queda afecto al cumplimiento de una obligación. De forma que si en aquel momento el responsable no dispone de suficientes recursos para pagar su culpa, seguirá obligado por este pago hasta satisfacerlo, aunque sea posteriormente. Igual que somos conscientes, aunque afortunadamente no nos dejemos llevar por ese pensamiento, de que tragedias inesperadas como la relatada pueden ocurrirle a cualquiera, tenemos que serlo también de que, aun sin propósito, podemos ser los causantes y, por tanto, responsables civiles de un daño. El llamado desplazamiento de la responsabilidad civil, es decir la contratación de un seguro específico de RC o uno general que incluya dicha cobertura, no debería mirarse únicamente desde el punto de vista de nuestra “tranquilidad”, sino también pensando en quien podría resultar afectado de modo definitivo sin tener siquiera la posibilidad de ser resarcido, al menos económicamente, por hechos como los descritos. 

El mejor ejemplo, igual que aquel primer baremo, está en el seguro obligatorio de tráfico que convierte a la compañía aseguradora en responsable solidario de la obligación de restituir, reparar o indemnizar. También los que requieren el ejercicio de determinadas profesiones, como los médicos. Más recientemente, de acuerdo al Reglamento de Ejecución 2019/947 de la Comisión Europea relativo a la utilización de aeronaves no tripuladas, el seguro de responsabilidad civil es obligatorio para todos los vuelos de drones excepto para los militares, siendo solo aconsejable en los de menos de 250 gramos y los considerados como juguetes. Sin embargo, no olvidemos que aunque los drones de menos de 250 gramos no estén obligados a tener un seguro obligatorio ello no significa que las personas que los operen no puedan ser consideradas responsables frente a terceros por los daños causados; son responsables con independencia de que dispongan o no de un seguro, porque la RC del dron no recae sobre la nave, sino sobre el operador. Sé que convertir la, a mi juicio, lógica prudencia en obligación resulta ahora mismo impensable, pero la realidad es que no sólo en una carretera o en un quirófano se pueden causar daños de diferente categoría: por regla general siempre que una persona provoca un daño sobre otra persona o sus bienes desplegará responsabilidad civil. 

España, por desgracia, sigue siendo uno de los países donde menos seguros se contratan a pesar de las garantías imprescindibles que ofrece, por ejemplo, el seguro de hogar – y en él se puede incluir por una cantidad mínima la cobertura de casos de RC – cuando acaece un fenómeno extraordinario no incluido en las pólizas, como los terremotos, a través del Consorcio de Compensación de Seguros. En lo que respecta al resto de los países de Europa, Luxemburgo, Suiza e Irlanda son los estados donde las personas más invierten para proteger su patrimonio y salvaguardar su responsabilidad civil, es decir, “preocupándose” también por el perjuicio que, involuntaria pero no inevitablemente, puedan causar a otra persona. No solo ellos, sus hijos menores de edad, sus mascotas, sus empleados. Estos ciudadanos apuestan por las pólizas de hogar con responsabilidad civil. De acuerdo con los datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, los habitantes de Luxemburgo son los que más gastan en seguros, seguidos de los irlandeses e inmediatamente después se sitúan los suizos. La crisis económica nos ha afectado a todos en mayor o menor medida, pero lo cierto es que detrás de los índices de consumo se esconden otros factores. Por ejemplo, influye mucho la cultura aseguradora que tenga la población. Es cierto que en España la conciencia de que es necesario asegurar los bienes y la responsabilidad personal por daños causados a otros está en ascenso, pero todavía resulta francamente escasa. 

Por otra parte, influye asimismo el concepto de sociedad que rige en determinadas zonas o continentes. En Estados Unidos, paradigma del darwinismo social, es por ello uno de los países donde sus ciudadanos gastan más por concepto de seguros. Frente a Europa, la lectura del fenómeno es evidente. Allí, ajenos al estado del bienestar social que preside con diferentes matices Europa, no cuentan, por ejemplo, con las amplias coberturas sanitarias, sociales o de jubilación que, no obstante, la recesión que se avecina podría poner en peligro. Aunque solo sea a través del cine o la literatura que llega de Estados Unidos, sabemos que el tratamiento de una enfermedad puede acarrear la ruina absoluta de una familia. Sin embargo, por lo que se refiere a la cultura de la RC, allí es tan extendida que las reclamaciones por daños y perjuicios de todo tipo están a la orden del día. 

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