Piratería digital: corsarios contra creadores

Alicia Huerta
Abogada y escritora

Como decía mi añorado maestro, “desde que se inventó la excusa, todo el mundo tiene razón”. Y, por supuesto, la máxima puede aplicarse a cualquier territorio o fragmento de la vida. Hablemos por ejemplo de la propiedad intelectual y de aquellos que siguen ignorándola, es decir infringiéndola, escudándose en argumentos de lo más peregrino. Al contrario de la normalidad con que hemos introducido en nuestro día a día y en todos los ámbitos de la vida la protección de los datos personales, y a pesar de la legislación europea y su adaptación con particularidades o no en cada uno de los Estados miembros, es innegable que aún hoy existen demasiadas personas que no entienden la ilegalidad (e injusticia) de atentar contra la propiedad intelectual, única e imprescindible protección para las “creaciones del espíritu humano de carácter único y altamente personal”, desde obras musicales, literarias o pictóricas a las del ámbito de la escultura o arquitectura, por citar algunas de sus categorías. 

La propiedad intelectual de una determinada obra atribuye a su autor una serie de derechos básicos sobre su criatura: el derecho moral, de carácter irrenunciable e inalienable, que permite al autor decidir si quiere o no divulgar su obra y cómo hacerlo o el derecho a exigir el reconocimiento de su autoría, garantizar la integridad de la obra, modificarla e impedir su modificación por otros. También, por supuesto, los derechos de explotación, que pasan inexorablemente por su autorización previa y expresa. Es cierto que la evolución actual en la materia ha mejorado gracias a la entrada en vigor de una nueva regulación específica y menos manga ancha frente a este tipo de infracciones, pero aún provoca una infinita sensación de injusticia – también amargura – escuchar a quien se jacta de acceder gratis a libros, series de televisión, películas o canciones. Y la comparación del presente con un pasado no muy lejano invita a la esperanza. Hace una década nuestro país era considerado uno de los principales paraísos para la piratería digital a escala global. El Caucus Antipiratería Internacional del Congreso de Estados Unidos nos señalaba como uno de los cinco países del mundo en los que se cometían más infracciones contra la propiedad intelectual junto a China, Canadá, Ucrania y Rusia. Dicho caucus es un comité de setenta senadores y miembros de la Cámara de representantes que analiza los problemas ocasionados a causa de las descargas ilegales de música, literatura y películas en los cinco continentes. Y durante años, especialmente en 2008 y 2011, sus informes fueron muy duros con nuestro país, a cuyas autoridades apelaron directamente para que pusieran freno a este tipo de delitos.  

Ahora, diez años después, los datos revelan una progresiva regresión acumulada de los hábitos de consumo audiovisual ilícito, que se han reducido durante el último lustro en un 25%. Las leyes y sus correspondientes desarrollos vinieron acompañadas del cierre de los portales piratas más importantes, que llevaban décadas lucrándose con el sudor de otras frentes, poniendo a disposición gratuita obras protegidas sin la autorización de sus titulares y, por descontado, sin ningún tipo de remuneración para ellos. Sin embargo, a la nueva normativa más estricta y al fin de estas plataformas, tiene que seguir sumándose la concienciación de los usuarios. Afortunadamente, hoy el 63% de los consumidores de entretenimiento en línea ya lo hace de forma lícita.  Sin esa colaboración necesaria de los usuarios – a ninguno les gustaría trabajar gratis, menos aún que otros cobraran por su trabajo -, las normas no pueden hacer todo el “trabajo” y al tiempo que se endurecen, también se adaptan los profesionales con nuevos métodos para seguir pirateando. 

Cuestión de Perogrullo o de sentido común, que todo trabajo deba ser económicamente retribuido deja sin excusas a quienes, por el contrario, tienen por costumbre acceder a contenidos digitales por la cara. A pesar de los citados avisos de 2008 y 2011 llegados desde Estados Unidos, de acuerdo con el Observatorio de la Coalición de Creadores, en 2014 la piratería en España arrojaba datos escalofriantes: el 87,94 % de los contenidos culturales consumidos on line en España fueron ilegales. Un porcentaje aún mayor que en 2013. Y entonces aún no se veía que la curva pudiera empezar a trazar un arco descendente, porque la Ley de Propiedad Intelectual, con multas de hasta 600.000 euros y condenas record como la impuesta por la Audiencia Nacional a los responsables de YouKioske, sólo llevaba en vigor unos meses. Faltaba la conciencia social que seguía justificando las descargas ilegales que constituyen un absoluto desprecio hacia aquello que luego les hace disfrutar y de autores, por ejemplo, que aseguran admirar. Porque por mucho que se piense que a quien se piratea es a las grandes editoriales o productoras, aquel que ha empleado meses o años enteros de su vida en una creación cultural, contempla con inmensa pesadumbre, rabia también, cómo se pisotea su obra. ¿Acaso los creativos pertenecen a una especie distinta, y pueden – o deben – trabajar gratis? ¿Por amor al arte y, para colmo, sin mecenas?

Las web piratas no muestran su pata de palo ni el parche en el ojo, pero son sanguijuelas de manual a las que, por desconocimiento o despreocupación, algunos continúan cebando. Más del 70% de los portales desde los que se accede ilegalmente a los contenidos culturales se financian, con indiscutible éxito, gracias a la publicidad. De esta publicidad, un porcentaje importante corresponde a sitios de apuestas, de contactos o del llamado contenido para adultos. Aunque tampoco las marcas conocidas de productos de consumo parecían hace poco tener reparos a la hora de financiar a estos corsarios del siglo XXI: más de un tercio de la publicidad de las páginas de descargas ilegales correspondía a famosas marcas, por ejemplo, de alimentación. Los piratas cuentan, además, con otras fuentes de ingresos aparte de la publicidad. Así, muchas de ellas exigen registrarse como usuario antes de acceder al anhelado “download gratis total” y luego venden los datos personales que les han sido facilitados a empresas dedicadas al e-mailing comercial. Unos datos que cotizan muy alto en el agresivo mundo del marketing y por los que, como es obvio, los piratas tampoco han pagado nada.

A pesar de los avances en todos los frentes, a día de hoy, cuatro de cada 10 consumidores de cultura on line siguen afirmando que no saben distinguir entre las plataformas legales y las ilegales. Y eso que en lo tocante al bolsillo, las cosas en general las tengamos todos bastante claras. Por ejemplo, cualquiera sabe que no puede entrar en una librería y llevarse un libro sin pagar a no ser que dicho ejemplar esté en promoción, ya saben “dos por el precio de uno”. La distinción entre las distintas plataformas, excusa pobre por otra parte, es, por tanto, tangible: en las primeras se paga por disfrutar del trabajo de un escritor – el ejemplo sirve para cualquier categoría creativa -; en las segundas, no. En las primeras, un porcentaje de lo que el lector pague llegará a manos del autor que nos deleita en las largas tardes estivales de playa o piscina; en las segundas, ni siquiera se contempla dicha posibilidad. 

Hay otro porcentaje de usuarios, aproximadamente el 61%, que confiesa sin pudor que piratea los contenidos para no correr el riesgo de pagar por un producto que luego no les gusta. Confieso que tal despliegue de sinceridad me desarma. Como excusa quizás podría haber “servido” hace años. Ahora, sin embargo, es más fácil saber si un libro, una serie de televisión, un filme o cualquier otra obra creativa tendrá éxito en el particular gusto de cada uno. Las web on line de entretenimiento ofrecen los correspondientes tráiler, explican argumentos y recogen críticas igual que cuando pagamos la entrada de un cine para ver una película que nos han recomendado o de la que acabamos de leer una reseña. Y qué decir de los libros, Amazon, por ejemplo, permite al consumidor descargar sin coste alguno lo que denomina “muestra gratuita”, que además es generosa y desde luego más que suficiente para que uno sepa si la historia le atrapa y le gusta el estilo literario del autor. En comparación con la brevísima sinopsis que ofrecen las contraportadas de los libros impresos, la muestra gana por goleada. Por otra parte, puede tomar como referencia no solo las reseñas de los críticos profesionales, sino también la puntuación y los comentarios de anteriores lectores.

Siempre habrá excusas, pero en este caso es imposible que ni siquiera logren disfrazarse de razones. 

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