Muerte encefálica, la batalla judicial de los padres de Archie Battersbee

En Gran Bretaña – durante los últimos días a nivel internacional -, la opinión pública lleva semanas asistiendo con expectación, dolor, en ocasiones también sentimientos encontrados, a la intensa batalla judicial que los padres de Archie Battersbee emprendieron para impedir que en el London Royal Hospital se desconectara el soporte vital (ventilación mecánica, nutrición e hidratación artificiales) que mantiene a su hijo de 12 años “aparentemente dormido”. Sin embargo, el criterio médico y, con él, las decisiones de los tribunales por los que ha pasado tan terrible desgracia, son tan contundentes como trágicas a la hora de rechazar sus peticiones. A ningún médico o juez del mundo le pasa desapercibido el dolor de la familia que, como cualquier otra también de este mundo, se aferra a un milagro. Sin embargo, médicos y jueces tienen a veces la obligación de tomar decisiones que, como en el caso del pequeño Archie, resultan terriblemente duras y controvertidas. 

Tanto unos como otros han de decidir, incluso imponer, desenlaces que nadie, ellos tampoco, habría querido y que desde hace muchos años dividen a la sociedad a la que los citados profesionales, como seres humanos, también pertenecen. Por ello es importante incidir en que ni unos ni otros están decidiendo sobre la vida o la muerte del niño, al menos no según con el criterio científico y legislativo mayoritariamente aceptado, porque por desgracia Archie ya está muerto. Su misión radica, por tanto, en determinar si mantenerlo en soporte vital es o no lo más conveniente para él. Hasta el momento, de acuerdo con la documentación clínica aportada, todos los médicos y tribunalesimplicados en la inconmensurable tragedia de Paul Battersbee y Hollie Dance, padres de Archie, están convencidos de que no lo es. Y en esos casos, los derechos del menor priman sobre el derecho de los padres de decidir lo que consideran más conveniente para sus hijos.

Hasta hace unas décadas la frontera entre la vida y la muerte venía determinada por la existencia o no de actividad cardíaca y respiratoria. Sin embargo, la aparición de modernas técnicas aplicadas en UCI, que permiten mantener por tiempo limitado la función cardiovascular y respiratoria, hicieron necesario ampliar criterios y cambiar conceptos. El órgano encargado de mantener la identidad propia, dirigir y coordinar todas las conexiones vitales es el cerebro, así que el cese irreversible de las funciones encefálicas empezó a considerarse y certificarse como defunción. La supervivencia de estos pacientes gracias a los citados medios técnicos, aunque no fuera muy prolongada, planteó una redefinición del diagnóstico de muerte y, además, con la necesidad añadida de precisar cuanto antes el momento exacto del óbito, elemento fundamental para la entonces reciente aparición de un avance médico antes “inimaginable”: los primeros trasplantes de órganos. 

En ambientes médicos, se llegó pronto a un consenso pragmático: el infarto cerebral total o muerte cerebral de pronóstico infausto era equivalente a muerte de la persona y, por tanto, los órganos de los pacientes en ese estado, supuestamente ya cadáver, podrían ser tomados para la realización de trasplantes sin connotaciones morales de ningún tipo. A pesar del aspecto físico que presenta una persona en muerte encefálica y que en nada lo diferencia, a ojos de un observador inexperto o sin las pruebas de actividad cerebral que existen en la actualidad, de otros pacientes que se encuentran en coma y sometidos a ventilación mecánica. 

No obstante, hablar de muerte cerebral no es lo mismo que hablar de coma. Una persona en coma está inconsciente pero sigue viva. Se trata de un estado grave de pérdida de conciencia y puede deberse a diferentes condiciones, a veces incluso inducido por fármacos para que el propio cuerpo “se concentre” únicamente en su recuperación. Por el contrario, cuando se produce la muerte cerebral, todas las funciones cerebrales cesan su actividad de manera completa e irreversible. El estado de coma podría compararse a un estado de sueño profundo en el que los estímulos externos no hacen que el cerebro reaccione, pero la persona sigue viva y es posible su recuperación. La comunidad médica advirtió, asimismo, que tampoco podía confundirse la muerte cerebral con un estado vegetativo persistente. Cuando una persona se encuentra en estado vegetativo persistente, ha perdido sus funciones cerebrales más altas, pero algunas otras funciones esenciales, como la frecuencia cardíaca y la respiración, siguen intactas. Una persona en estado vegetativo está viva y puede recuperarse hasta cierto punto, con el tiempo. La muerte cerebral significa que la persona ha muerto y así se ha determinado en la reglamentación a nivel mundial a pesar de los innumerables y profundos debates éticos entorno a tan delicada cuestión.

En España el reconocimiento de la ME como muerte del individuo fue recogida en el “Dictamen de Candanchú” redactado por la Sociedad Española de Neurología en 1993. En la actualidad, el diagnóstico de muerte encefálica se encuentra recogido en el Real Decreto 1723/2012, de 28 de diciembre, por el que se regulan las actividades de obtención, utilización clínica y coordinación territorial de los órganos humanos destinados al trasplante. En su artículo 3, apartado 11, define el diagnóstico de la muerte previo a un proceso de trasplante como el cese irreversible de las funciones circulatoria y respiratoria o de las funciones encefálicas. La obtención de órganos de fallecidos sólo podrá hacerse previo diagnóstico y certificación de la muerte realizados con arreglo a lo establecido en el anexo I del citado decreto, “las exigencias éticas, los avances científicos en la materia y la práctica médica generalmente aceptada”. Se exige, por otra parte, que los profesionales que diagnostiquen y certifiquen la muerte tengan la cualificación adecuada para esta finalidad y sean distintos de aquéllos que hayan de intervenir en la extracción o el trasplante, registrándose como hora de fallecimiento del paciente la hora en que se completó el referido diagnóstico. Un certificado que deberá incluir pruebas que evalúan la función neuronal, el flujo sanguíneo cerebral a través de arteriografías, angiografías y sonografías doppler transcraneales y estar firmado por tres médicos, entre los que debe figurar un neurólogo o neurocirujano y el Jefe de Servicio de la unidad médica donde se encuentre ingresado. 

La realidad es que, en la actualidad, no existe tratamiento para la muerte cerebral por mucho que este término se repita en los medios informativos y es que, incluso con la ayuda de los medios artificiales de soporte vital, todos los órganos del cuerpo de Archie están dejando de funcionar. Mientras – les aseguro que como persona preferiría no escribirlo y ni siquiera pensarlo -, quienes esperan un trasplante siguen pendientes de la llamada que, para ellos sí, puede suponer más tiempo para seguir luchando. Niños en el mismo rango de edad, tamaño y peso que Archie, para quienes, como es obvio, no existen demasiadas “oportunidades” de conseguir un trasplante. La dicotomía emocional es de tal envergadura, que con independencia de la rotundidad con que médicos y jueces procedan a la desconexión del soporte vital del hijo de los Battersbee, hará que los padres de los posibles receptores de órganos que reciban estos días la llamada que tanto esperan nunca puedan olvidar la otra cara de la moneda: el dolor de otros padres que, al igual que ellos, siguen creyendo en los milagros.

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