Marta del Castillo: justicia (y suerte)

Alicia Huerta
Abogada y escritora

El 24 de enero de 2009, Marta del Castillo Casanueva pasó de ser una adolescente sevillana internándose en la juventud a convertirse, primero, en una persona desaparecida y, poco después, en víctima de un asesinato. Su nombre ligado a la tragedia de unos padres que nunca han desfallecido es también el que encabeza los cientos de miles de folios que obran en el inmenso y enrevesado procedimiento judicial que, finalmente, “tuvo que contentarse” – disculpen la expresión – con la condena a 21 años y tres meses de cárcel para Miguel Carcaño, autor confeso del crimen, y el ingreso en un centro de menores de su amigo Javier García Mendaro, “El Cuco”, condenado por encubrimiento a dos años y once meses. El resto de presuntos implicados detenidos por la policía también se sentaron en el banquillo, pero quedaron libres a pesar de las pruebas que durante la instrucción habían conducido a su imputación.   

La suerte planea, como ave caprichosa, también sobre el cielo de la Justicia y, por desgracia, hasta ahora nunca se ha posado del lado de los padres de Marta. Eva Casanueva y Antonio del Castillo han tenido que aprender con dolor que hasta en la mala suerte, hay que contar con un poco de la buena. Cuando la peor desgracia ya ha golpeado y solo queda el consuelo de enterrar a una hija, visitar su tumba, llevarle flores. Acogerla de vuelta al hogar, aunque ya no respire, no ría, no proteste. Se lo hemos escuchado decir a ambos en diversas ocasiones. Una de ellas, después de los investigadores peinaran la escombrera de Camas y hallaran huesos humanos que “tenían” que ser los de Marta. El propio asesino había señalado el lugar en alguna de sus múltiples versiones, las señales de su teléfono móvil marcaban la zona y los resultados de la prueba neurofisiológica Potencial Evocado Cognitivo P300, o prueba de la verdad, que se le realizó eran concluyentes. Nadie podía imaginar que, sin embargo, aquellos huesos – humanos, sí – no correspondieran a la joven. Su antigüedad lo descartó de inmediato. Y Eva Casanueva no pudo evitar, ya entonces, referirse al carácter maldito que domina el caso del asesinato de su hija. Serena y desolada, la madre de Marta aseguró que parecía una tremenda broma del destino que se encontraran huesos de otra persona en el lugar donde todo parecía indicar que iban a estar los de su hija.  

Antonio del Castillo, por su parte, se ha lamentado más de una vez de la buena suerte que ha acompañado siempre a todos los implicados. “Si lo llegan a planificar así, no les sale”, suele afirmar, consciente de hasta qué punto la suerte puede convertirse en eficaz aliada a la hora de cometer un crimen perfecto, uno de esos asesinatos que siempre nos han querido vender como imposibles, pero que existen igual que las meigas. Sin embargo, hablar de “perfección” en estos casos resulta una insoportable paradoja que, para colmo, parece indicar que han sido perpetrados por una sofisticada mente criminal capaz de prever cualquier detalle. Nada más lejos de la realidad en la inmensa mayoría de los casos. Los psiquiatras forenses que examinaron a Miguel Carcaño coincidieron en dictaminar que el sujeto no padece enfermedad mental alguna, que es egocéntrico y egoísta, así como manipulador, pero con un coeficiente de inteligencia mediocre. Una prueba más de que el crimen de la joven sevillana no es un crimen perfecto de grandes mentes criminales y que la suerte ha tenido mucho que ver en el destino del resto de implicados que, como mínimo, en algún momento de esa noche estuvieron en el piso de León XIII.  

El caso más flagrante es el Francisco Javier Delgado, medio hermano de Miguel, que fue grabado por una cámara de seguridad saliendo del edificio en el que vivía su ex mujer donde, por el contrario, aseguraba haber permanecido hasta bien entrada la noche. No fue tan “inteligente” como para evitar la cámara, tampoco para, más tarde, dar una dirección distinta al taxista que le trasladó desde el bar en que trabajaba al escenario del crimen, pero una suerte maléfica que nada tiene que ver con un superior intelecto le acompañó durante el juicio. Porque fue grabado, sí, pero las imágenes no eran de la calidad exigida en el ámbito judicial y fueron rechazadas; dos mujeres – su ex mujer y la novia – siguen prodigiosamente sin enemistarse y, por tanto, sin quitarle ninguna de las dos coartadas que necesita y, durante años, nada se supo del taxista que podía situarle en el piso donde se cometió el crimen, porque otra mujer, esta vez la del testigo, impidió a su marido acudir a declarar “para que no se metiera en líos”.

Para la familia de Marta, los trece años transcurridos sin saber dónde está enterrada la joven son una tortura inimaginable, tan oscura como la propia muerte. Infligida una y otra vez. A cada paso, cada recuerdo. Eso sí, la buena suerte, siempre veleidosa, muta qual piuma al vento y, peor que no conocerla nunca en todo su esplendor, es que a uno le abandone de repente después de haberla tenido siempre militando en su bando. Si Hitchcock fue capaz de convencernos de que no existía el crimen perfecto y que incluso un asesino tan inteligente y premeditado como el que encarnaba Ray Milland era capaz de cometer un descuido y acabar entre rejas, décadas después Woody Allen le contradecía con Match Point, utilizando el símil tenístico para ilustrar cómo la suerte juega un papel determinante y marca un resultado diferente dependiendo del lado del que caiga la bola después de golpear the top of the net. Y, aunque no se sepa cuándo, siempre acaba por llegar el momento en que cae del lado contrario. La suerte es poderosa, sí, pero ni siquiera ella es infinita. En el azar, es decir en ella misma, tiene a su mayor verdugo. Y este, finalmente aliado con la justicia, resulta fatal para quien lleva años impune por el crimen que cometió. 

Sólo las pruebas físicas y materiales conducen a la verdad definitiva. En el caso de Marta, especialmente, porque todavía resulta inconcebible que todos los implicados de algún modo lleven mintiendo tantos años, que ninguno de ellos se haya derrumbado. El último episodio judicial de este “endiablado” caso, un juicio por falso testimonio que sentó en el banquillo a “el Cuco” y a su madre, sólo sirvió de nuevo para constatar que, con independencia de la suerte, el presunto pacto de silencio que mantiene a Carcaño como único encarcelado sigue sin fisuras, digno de l’omertá que teje el ADN de una mafia. Miguel Carcaño tenía 19 años cuando mató a la joven y cumple condena en la prisión de Herrera de la Mancha, sin que hasta el momento se le hayan concedido ninguno de los permisos que ha solicitado. Saldrá de prisión en mayo de 2030, a la edad de 41 años. Marta se quedó para siempre en los 17.

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